Los hechos tienen la dureza del diamante: el joven fotoperiodista Luis Carlos Santiago Orozco engrosó la lista de los comunicadores que al ejercer la profesión pierden la vida de manera trágica y abominable. El Diario ocupa el preocupante primer lugar nacional en bajas de este corte. Lo precedieron el doctor Víctor Manuel Oropeza —editorialista y político democrático— y el reportero Armando Rodríguez, El Choco así conocido cariñosamente por sus amigos y compañeros. De este crimen hay un detenido bajo sospecha.
Para todos ellos mis mejores recuerdos y para quienes rodeaban a Santiago Orozco —su familia en primer lugar— mi solidaridad incondicional que extiendo a la casa periodística de El Diario. Aquí un hecho, principal sin duda por constituirse en una más pero resonante agresión a la libertad de expresión y al derecho que todos tenemos a estar bien informados y contar con comunicadores que puedan, con libertad y sin riesgos, decirnos todos los días que pasa en nuestra sociedad y especialmente en una zona devastada como Ciudad Juárez.
No paso por alto que el sacrificado se transportaba en un vehículo del señor Gustavo de la Rosa Hickerson, el derechohumanista de la frontera sangrante.
Descreído de la casualidad, exijo se esclarezca el hecho y se agoten todas las líneas de investigación que rodean a la muerte de Luis Carlos.
Es detestable el regaño de Alejandro Poiré y escuchar, después del crimen, a la procuradora Patricia González, con su sordina que nada tiene de épica —perdón Ramón López Velarde— ella tuvo la osadía de catalogar el homicidio como producto de motivos personales y desde luego hacer su falaz ofrecimiento de que se trabajará con el éxito ausente que ha caracterizado a estos compromisos evasivos y de circunstancia, con que se acalla y engaña el reclamo social. Con su sordina, cree que hace disminuir o amortiguar la intensidad sin pentagrama que caracteriza el sonido de las balas y las granadas y aturden sin distinción a la totalidad de los mexicanos.
Quién duda que es la hora de defender la libertad de expresión, de subrayar que algunos periodistas tomaron el camino del asilo. Pero también es el momento de recordar que estamos ante una situación límite y por eso enfatizo que hay otro hecho que jamás debemos perder de vista: la existencia de un Estado fracasado, claudicante y desertor.
Un estado con sus tres niveles de poder que ya no pudo garantizar la seguridad de nadie, ni de las personas, ni de los bienes, ni de los patrimonios que se apuestan en la industria y el comercio, que según reza la Constitución son actividades a las que nos podemos dedicar libremente cuando son lícitas.
Un Estado invisible no porque actúe de manera tersa, sutil y efectivamente; no, invisible porque ya no existe, porque prácticamente hemos llegado a aquel estado que una insipiente ciencia política denominó estado de naturaleza en el que la guerra de todos contra todos era la normalidad. La realidad es que los gobiernos están sordos y ciegos y no ven y escuchan el grito de Ascensión contra la Policía Federal y el Ejército que en el hartazgo les espetó: “lárguense corruptos”.
La selva. Selva como la que tenemos aquí; en la tierra donde la vida se abarató y dejo de ser un valor supremo y digno y la anomia ha llegado al extremo de que cualquiera secuestra, viola, extorsiona, aterroriza y se aprovecha del río revuelto para hacer de la venganza privada la mejor vía para saldar cuentas, y de manera frecuente con pérdidas de vidas humanas.
Es una anomia que va de la pertinaz desobediencia al semáforo a los delitos más graves que hacen del crimen organizado, la corrupción, la impunidad, el narcotráfico, robo de vehículos, el lavado de dinero y el tráfico de armas cosa de la cotidianidad que si no frenamos ahora —me resisto a creer que ya es demasiado tarde— terminará por destruir a la república y a sus endebles instituciones. Todo esto nos lo vino a mostrar de golpe el sacrificio de Luis Carlos Santiago Orozco.
Todos estos crímenes los enfatizó la muerte de Santiago Orozco y hacen que en Chihuahua hasta las piedras griten, aunque organizadamente la sociedad no se haya puesto de pie como correspondería a la circunstancia demandante de revertebrar un nuevo Estado que encare efectiva y eficazmente tan aciago momento, inédito en nuestra historia.
El joven mártir hizo de su sangre el vehículo para que se escuchara en toda la república un dolor que nos golpea, un gran mal que nos amenaza con la disolución, y un desempeño y grito desesperado del mismo medio de comunicación en el que trabajó Santiago Orozco y que merecerá de mi parte, más temprano que tarde, un pronunciamiento puntual.
Puedo decir: aquí están los hechos, aquí esta el pasado que convirtió a un hombre mártir —vida en botón— en una rosa roja imperecedera a la vera del camino y que nunca se olvidará por el compromiso al que nos conduce. Pero con más énfasis tenemos que decir que el Estado fracasó, que está colapsado, que no se ve en el horizonte alternativa alguna así estemos a la puerta de otra administración estatal.
Entendámoslo: la tarea o la emprendemos todos a través de un compromiso histórico de resurgimiento nacional, o todos más temprano que tarde pereceremos, aun estando vivos, en este inmenso molino de carne en que se ha convertido nuestra república por estar sumidos en pugnas estériles por sus oligarcas miopes, que siguen con su “estúpido desdén” por los pobres del que algún día habló el educador Gabino Barreda y pésimos políticos y gobernantes, sin la estatura que exige el presente.
La República reclama certidumbre, si no se la da la sociedad, sus ciudadanos, su noble pueblo, nadie se la va a otorgar. Que podemos escucharnos lo demuestra la sesión solemne del Congreso de la Unión donde habló con talento y vigor el Doctor José Narro Robles al cumplir cien años la UNAM.
Este crimen nos ha cimbrado a todos, que la cotidianidad no lo convierta en un asunto confinado al libro de defunciones del registro civil.
Recuerdo a Gilberto Owen y me resisto a pensar que se ha apagado otra vez la luz. Es el legado que nos deja nuestro reciente mártir.
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